Con el corazón en el domingo: V de Cuaresma

[...] Jesús, sollozando de nuevo, llega al sepulcro. Era una cavidad cubierta con una losa. 
Dice Jesús: «Quitad la losa.» Marta, la hermana del muerto, le dice: «Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días.» Jesús le dice: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?» Entonces quitaron la losa.
Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado.» Y dicho esto, gritó con voz potente: «Lázaro, ven afuera.»
El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario.
Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo andar.» Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.
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En Cuaresma no podía faltar un momento de hacer presente ante nuestros ojos la muerte y, por tanto, la vida. A eso nos invita el relato evangélico de este domingo. La resurrección de Lázaro nos pone de golpe frente a la muerte y vemos a Jesús reaccionar ante ella. Lo primero que hay que observar es a Jesús. Le vemos conmovido. Le vemos llorar por la muerte de su amigo, pero vemos también que Jesús tiene puesta su confianza en el Padre. Y que esa confianza va más allá de los límites que a nosotros nos parecen insalvables. El amigo ha muerto. Jesús siente el dolor en toda su crudeza. Pero ese dolor no le paraliza. No cede ante la oscuridad que supone la muerte. Todavía estamos aquí, ciertamente. Todavía estamos envueltos por la muerte, que amenaza continuamente nuestras vidas. Pero la fe nos hace mirar más allá, nos ofrece una perspectiva más amplia. Nos hace vivir en la confianza y en la esperanza. Al relacionarnos con la vida, en todas sus formas, sabemos que no está llamada a disolverse, a desaparecer, sino a llegar a su plenitud en Dios.  Decir esto, creer esto, no nos puede dejar en una situación de pasividad. Nos sentiremos comprometidos a cuidar la vida, a defenderla, a promoverla, a devolverla su dignidad allá donde se haya perdido.
Desde esta perspectiva, creer en el Dios de la Vida nos llevará a defender la justicia, a promover la fraternidad, a amar a los que nos rodean, a cuidarnos unos a otros, porque todos somos don de Dios. En nosotros vive hoy el Espíritu de Dios, Él nos vivifica y nos hace compartir esa vida con todos. No hay enfermedad que acabe con la muerte. Para Dios no hay ningún caso perdido. La casa de Dios es mi casa, nuestra casa, la verdadera casa y la verdadera familia a la que estamos llamados a pertenecer. En tanto que estamos aquí, de paso, estamos comprometidos a caminar juntos, a no perder a nadie. Porque todos somos familia de Dios. Y a todos nos espera Dios en la meta.