[...] Ya cerca de la aldea donde iban, él hizo ademán de seguir adelante; pero ellos le apremiaron, diciendo: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída.»
Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció. Ellos comentaron: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón.» Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
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Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció. Ellos comentaron: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón.» Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
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Y, mientras lo dan todo por perdido, alguien camina a su lado. A su voz, hecha de tristeza y derrotismo, se une la voz amiga, no reconocida, que levanta los ánimos; les dice una palabra al corazón, y entra el sol en el corazón de aquellos fugitivos. Es un hermoso camino de ida y vuelta; es un envidiable camino espiritual. Un camino que va de la noche oscura a la luz cegadora de Dios.
¿Y AHORA QUÉ?
Hombres y mujeres, con los que caminamos cada día, van envueltos en dudas, en fracasos, en depresiones. Sólo colmará nuestro afán el encuentro con Jesús en el camino. No es hora de quedarnos en los “peros” sino de dejarnos acompañar por Jesús. Y, con él, abrir nuestro corazón para que pueda arder al sentir su amor, sentarse a la mesa y comerlo, hecho pan y vino.
Hay muchos que, tal vez, perdieron la fe pero no perdieron el amor. A ellos comunicamos lo que hemos vivido con Jesús. Nos hacemos encontradizos, acompañamos, hablamos, nos sentamos con ellos. La actitud humilde del forastero, la sencillez del que sabe escuchar y preguntar, la conversación amistosa como Jesús caminante, son lo mejor para el anuncio. Al contrario: con tonos de superioridad moral, con aire de salvadores, con dedos inquisidores, nunca podremos declarar nuestra fe: “Es verdad, el Señor ha resucitado”.