En aquel tiempo, los fariseos, al oír que Jesús había hecho callar a los saduceos, formaron grupo, y uno de ellos, que era experto en la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?»
Él le dijo: «"Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser." Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo." Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas.»
'Él le dijo: «"Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser." Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo." Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas.»
Jesús había hecho callar a los saduceos, que le habían tendido una trampa (una trampa saducea): le plantearon la cuestión de la resurrección, pero con sorna, describiendo una situación en verdad ridícula (la de los siete hermanos que estuvieron casados sucesivamente con una misma mujer). Jesús les hizo callar, haciéndoles comprender que lo ridículo es creer que el Dios vivo sea un Dios de muertos.
Jesús, en fin, nos dice con claridad qué debemos amar y con qué medida: a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser; y al prójimo como a nosotros mismos. El amor a Dios, fuente de todo ser y de todo bien, tiene que ser un amor de entrega total, de plena unión con su voluntad, de completa actitud filial. Un amor así sólo puede orientarse a Dios, pues si se dirigiera a cualquier otra cosa (ideología, nación, partido, líder, afición, interés…) se convertiría inmediatamente en idolatría que nos reduciría a esclavos dependientes de algún falso dios. Sólo la perfecta entrega al único Dios garantiza nuestra libertad, porque a Él le debemos el ser y la dignidad, de Él venimos y a Él nos dirigimos. Nos dan ejemplo hoy los tesalonicenses, que, al acoger la Palabra abandonaron los ídolos y se volvieron al Dios vivo y verdadero para servirlo, alcanzando así la libertad auténtica.
El amor al prójimo, por su parte, tiene como justa medida el amor que debemos profesarnos a nosotros mismos. Los demás son iguales a nosotros, por lo que el verdadero amor al prójimo no es de sometimiento servil, sino de respeto y apertura solidaria a sus necesidades, que son básicamente las mismas que las nuestras. Si al tratar de atender a nuestras necesidades nos cerramos a las de los demás caemos en el egoísmo, y de ahí fácilmente derivamos al “uso” y abuso de los otros como meros medios para la satisfacción de nuestros intereses, es decir, caemos en la injusticia, la manipulación y la violencia.