En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Como el Padre me ha
amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis
mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los
mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto
para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a
plenitud. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os
he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus
amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os
llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a
vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he
dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo
quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y
vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os
lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros.»
La Palabra de Dios nos invita hoy a examinarnos sobre los frutos del
amor en nuestra vida. ¿A quién podríamos brindar nuestra amistad? ¿Qué
“paganos” –según nuestros propios parámetros– pueden sorprendernos
hablando en lenguas que nos descubren la novedad de Dios? ¿Qué porciones
de mi vida –tiempo, conocimientos, comprensión, paciencia, capacidad de
perdón, tal vez dinero– puedo dar todavía, aunque eso me implique
alguna renuncia, una pequeña cruz?
La alegría colmada que nos promete Jesús no es la de una vida saciada
por acumulación de bienes o de sensaciones (eso que se llama “vivir a
tope”, y que nos acaba dejando vacíos). Ese género de felicidad es
inestable y problemático, y en una gran parte no depende de nosotros:
ahí no somos realmente libres. Jesús habla en cambio de esa plenitud de
alegría que crece a medida que damos y que nos damos. Y eso sí que está
en nuestras manos, independientemente de que tengamos mucho o poco.
Porque de nosotros depende vivir con generosidad. Y la dignidad y la
libertad que Jesús nos ha regalado al hacernos partícipes de la vida de
Dios, que es el amor, constituyen la posibilidad más alta a la que el
ser humano puede aspirar: ser amigos de Cristo, y llegar a ser en Él
hijos de Dios.