En aquel tiempo, llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en
dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Les encargó que
llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja,
ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica
de repuesto.
Y añadió: «Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio. Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies, para probar su culpa.»
Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.
Y añadió: «Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio. Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies, para probar su culpa.»
Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.
La semana pasada se nos decía que el profeta es un hombre (o una mujer)
cualquiera y que, por eso, puede ejercer de profeta para nosotros
alguien cercano, con tal de que se convierta en alguien que nos
transmite la Palabra de Dios sin componendas ni compromisos; pero
también comprendíamos que, como de manera tan clara sucede en el caso de
Jesús, esa misma cercanía puede convertirse en una dificultad añadida
para que el mensaje de la Palabra que el profeta nos transmite
(verbalmente o con su modo de vida) sea acogido. En este sentido, el
verdadero profeta, por más cercano que nos sea (paisano, familiar,
amigo) tiene siempre algo de “extranjero”, de extraño, de ajeno,
precisamente por su espíritu no acomodaticio, por su capacidad de
transmisión de un mensaje religioso o simplemente moral, que puede
incomodarnos, poner al descubierto aspectos de nuestra vida que no
quisiéramos mirar, precisamente porque sabemos que deberíamos
disponernos a cambiar en algún sentido.