En aquel tiempo, fue Jesús de Galilea al Jordán y se presentó a Juan
para que lo bautizara. Pero Juan intentaba disuadirlo, diciéndole: «Soy
yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?»
Jesús le contestó: «Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así todo lo que Dios quiere.» Entonces Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. y vino una voz del cielo que decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto.»
Jesús le contestó: «Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así todo lo que Dios quiere.» Entonces Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. y vino una voz del cielo que decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto.»
Los acontecimientos se precipitan. La liturgia nos mete prisa. O,
como solemos decir, “el tiempo pasa volando”. Hace tan sólo unos días
contemplábamos el misterio de Dios encarnado en un niño recién nacido,
al que fuimos a adorar, junto con los pastores y los Magos de Oriente, y
hoy nos encontramos ya con Jesús adulto y preparado para iniciar su
ministerio público

Hace pocos días, en la celebración de la Navidad, contemplábamos al niño
Jesús, el hijo de María y en la fe reconocíamos en Él al Hijo de Dios.
Hoy descubrimos a ese niño ya adulto y sabemos que en Él también
nosotros somos “niños”, hijos del Padre bueno que por amor ha entregado
la vida de su Hijo para la salvación de todos.
Así, también nosotros estamos llamados, como Jesús, a “tomar los pecados del mundo”. ¿Cómo? En primer lugar, reconociendo los propios pecados con humildad y sin miedos: Dios los toma sobre sí al perdonarlos; además, perdonando nosotros las ofensas que otros nos puedan infligir: no devolver mal por mal, sino bien por mal; y haciendo el bien que podamos, para, por decirlo así, aumentar el capital de bien que hay en el mundo y colaborar a que se abran los cielos sobre nosotros. Es una forma de “dar la vida” como lo hizo Cristo. También confesando sin miedos y sin complejos al Cristo en el que hemos sido bautizados. Por fin, tratando de mirar a nuestro mundo con ojos positivos: es cierto que existe mal y mucho mal. Pero también existe el bien, y mucho bien, y además el bien está llamado a vencer, y ya ha vencido en la muerte y resurrección de Cristo. Que nuestra mirada no sea catastrofista y sombría sin dejar de ser realista y crítica: que sea esperanzada, como lo es la mirada de Dios. En cada ser humano hay alguien llamado a ser hijo de Dios, a escuchar la palabra que define el sentido de nuestra dignidad, de nuestra vida y también de nuestra muerte: “tú eres mi hijo amado, mi hija amada”.