Aquel día, salió Jesús de casa y se sentó junto al lago. Y acudió a él
tanta gente que tuvo que subirse a una barca; se sentó, y la gente se
quedó de pie en la orilla.
Les habló mucho rato en parábolas: «Salió el sembrador a sembrar. Al
sembrar, un poco cayó al borde del camino; vinieron los pájaros y se lo
comieron. Otro poco cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía
tierra, y, como la tierra no era profunda, brotó en seguida; pero, en
cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se secó. Otro poco
cayó entre zarzas, que crecieron y lo ahogaron. El resto cayó en tierra
buena y dio grano: unos, ciento; otros, sesenta; otros, treinta. El que
tenga oídos que oiga.»
Los del camino, el mensaje llega, no se asusten los sembradores, pero
no se asimila. No parece algo válido para el hombre, sino más bien algo
rutinario, o imposición de la familia, la escuela, algo social, no se
identifica con la semilla. En nuestra sociedad y en muchas personas el
Evangelio parece estar al borde de nuestra cultura, en el camino, como
algo que no pertenece a los problemas que interesan, lo mismo puede
pasar con la predicación. Además muchos de estos hombres del camino
pertenecen a los que se amoldan. Son seres que se resignan a los
carriles marcados, que carecen de ambiciones intelectuales o morales,
leen, si es que leen, lo que está marcado, tragan lo que la televisión
les sirve, se desgastan en un trabajo que no aman y, aunque realmente no
viven, encuentran pequeñas cosas que les dan la impresión de vivir, se
llenan de diversiones también comunes, el fútbol, la lotería… Es difícil
que engendren un solo pensamiento que puedan decir que es suyo, gracias
a ellos el mundo rueda. Son la mayoría de nuestras gentes, el proceso
de siembra será largo, para ello es necesario valorarlo como único
sujeto responsable, darle su tiempo para que pueda tener una reflexión
personal, no presionarlo y hacerle descubrir los motivos internos, se
necesita el testimonio, volver al primer anuncio.
Los de las zarzas y las piedras son los que se achicaron a la primera
dificultad. Soñaron con cambiar el mundo o sus vidas desde el Evangelio.
Pero pronto se dieron cuenta de que la vida les iba llenando de
heridas. No querían renunciar a sus ideales, pero tampoco tenían coraje
para realizarlos. Se crearon un mundo personal, con dificultad para que
entre el otro, lo Otro, se dejaron seducir por una fe en la que sentirse
a gusto y calientes, sin compromisos o solamente teóricos, faltaban las
raíces. Van y vienen, no abandonaron, pero no llegan más allá de
encontrar en el mensaje, en la semilla, un refugio emocional, que les da
tranquilidad interior y seguridad. Es preciso enseñarles a vivir en
comunidad, como decíamos el domingo pasado a tener una experiencia de
Dios, a encontrarse con Jesús que invita al compromiso con la realidad.
Los de la tierra buena son los buscadores, que tienen flaquezas pero
nunca desalientos, saben que lo importante no es llegar a ninguna parte,
sino llegar a ser. Creer en la justicia, aunque saben que siempre
estará en el horizonte, por mucho que caminen hacia ella. Hacen del
Evangelio algo cotidiano que muestran en sus grupos o participando en
las labores sencillas de sus parroquias, proclaman siempre los valores
del Maestro aunque vayan a contracorriente. Están vivos, unos los
llamaran locos y otros santos. Ellos sólo sentirán la maravillosa
tristeza de no haber llegado a ser ni lo uno ni lo otro.
Releamos nuevamente la parábola y preguntémonos por qué la semilla del
Reino no se ha desarrollado lo suficiente en nosotros. Todos tenemos
algo de camino, de piedras, de zarzas, de buena tierra, debemos estar en
permanente alerta, sigue la siembra.