En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid, y
mi Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto lo
arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto.
Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado;
permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto
por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no
permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que
permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mí no
podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el
sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden.
Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo
que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que
deis fruto abundante; así seréis discípulos míos.»
El vino es el fruto de la vid, alegra el corazón del hombre, es signo
de la sangre derramada que presentamos en la eucaristía. Palestina
debía ser un lugar de buenos vinos al menos por las comparaciones y
dichos que aparecen en toda la Escritura. Nada extraño para sus oyentes,
que Jesús diga: “Yo soy la verdadera vid”, pero dice algo más: “Y mi
Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto lo poda para
que dé más fruto”. Es preciso volver a la cultura rural, quizás para
terminar haciendo con los sarmientos una buena fogata en la que asar las
chuletas, (como el pescado asado por Jesús al lado del lago) y beber el
vino nuevo de la Pascua.
Recuerdos a parte, el Evangelio de hoy nos habla de intimidad de vida
vivida en comunidad. Él es la vid y nosotros los sarmientos, hay una
autentica unidad entre él y nosotros, podríamos afirmar que Cristo es la
comunidad y que la comunidad es Cristo. El Padre es el viñador, el que
corta los sarmientos para impedir que la energía de la comunidad se
malgaste en tantas cosas que no tienen que ver con la vivencia del
Evangelio. ¿Cuantas cosas hay que podar en nuestras comunidades y en
nosotros: en el empleo del tiempo, en las ambiciones, el uso del dinero,
la vanidad…? Aceptemos pues, la poda del Padre, sobre todo la poda del
corazón, para que toda la energía del Espíritu, la savia de la vid, se
transforme en frutos de amor.
“Permaneced en mí, y yo en vosotros”, permanecer en Cristo es unirse a
la comunidad. Así lo atestigua la primera lectura de los Hechos: Pablo
hace un gran esfuerzo para unirse y acercarse a la comunidad de
Jerusalén y la comunidad elimina los recelos y se abre al miembro nuevo
que quiere incorporarse. La no integración del miembro a la comunidad, y
de la comunidad que no acoge al miembro, hace estéril la vid. El primer
testimonio de la Pascua es una comunidad unida en Cristo, lo que no
quiere decir que no exista diversidad de criterios. A todos nos cuesta
aceptar esta misteriosa unión con Cristo en la comunidad, pero no tanto
por los elementos teóricos, cuanto por las consecuencias prácticas.
Aceptar que somos una única vid en unión íntima y estrecha con el Señor
resucitado, nos obliga a cambiar nuestros cómodos esquemas mentales.
“Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis
lo que deseéis, y se realizará”. No podemos decir que estamos unidos a
Cristo si no hacemos caso a sus palabras. Nos unimos no a un sentimiento
o a un Jesús hecho a nuestra imagen, sino al Jesús del Evangelio.
Debemos conocer, escuchar, permanecer en el Evangelio y ponerlo en
práctica, en lo que sentimos, decimos o hacemos, para no caer en el
engaño de decir que estamos muy unidos a Cristo y a la Iglesia, pero a
lo que estamos unidos es al follaje de una comunidad que solamente sirve
para dar sombra, que necesita poda, para no vivir en lo que el Papa
llama “La mundanidad espiritual”.