Aquel día, salió Jesús de casa y se sentó junto al lago. Y acudió a él
tanta gente que tuvo que subirse a una barca; se sentó, y la gente se
quedó de pie en la orilla.
Les habló mucho rato en parábolas: «Salió el sembrador a sembrar. Al sembrar, un poco cayó al borde del camino; vinieron los pájaros y se lo comieron. Otro poco cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra, y, como la tierra no era profunda, brotó en seguida; pero, en cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se secó. Otro poco cayó entre zarzas, que crecieron y lo ahogaron. El resto cayó en tierra buena y dio grano: unos, ciento; otros, sesenta; otros, treinta. El que tenga oídos que oiga.»
Les habló mucho rato en parábolas: «Salió el sembrador a sembrar. Al sembrar, un poco cayó al borde del camino; vinieron los pájaros y se lo comieron. Otro poco cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra, y, como la tierra no era profunda, brotó en seguida; pero, en cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se secó. Otro poco cayó entre zarzas, que crecieron y lo ahogaron. El resto cayó en tierra buena y dio grano: unos, ciento; otros, sesenta; otros, treinta. El que tenga oídos que oiga.»
Vivimos en un mundo en el que hay muchas palabras. Los medios de
comunicación han hecho que abunden y sobreabunden. Canciones, radios,
televisiones, periódicos, revistas, voces, redes sociales... Tanto que a
veces de tantas palabras como nos rodean no somos capaces de entender
nada de lo que se dice. La palabra ha dejado de comunicar y se convierte
en ruido. Sin embargo, en la Iglesia seguimos diciendo que la Palabra
de Dios ocupa el lugar más central y privilegiado que puede existir en
nuestra comunidad creyente. Pero, ¿qué es eso de la Palabra de Dios?
De
entrada, Palabra de Dios son las lecturas que se leen cada día en la
misa. Están tomadas de una colección de libros que llamamos la Biblia.
Hasta ahí todos lo sabemos. Pero, y también lo sabemos, los libros que
forman la Biblia no son libros normales. Para nosotros, los creyentes,
esos libros están inspirados por el Espíritu Santo. Recogen la historia
de Dios con la humanidad, las continuas ofertas de salvación hechas a
una humanidad que parece siempre metida en su laberinto de violencia,
dolor, desamor y muerte. Son fruto –y esto es lo más importante– del
amor que Dios nos tiene. Son un testimonio vivo de ese amor. Leer esos
libros es encontrarnos con una palabra que es portadora del amor de
Dios. Por eso, los leemos con veneración. Su palabra no es una palabra
normal, no es ruido, no está vacía de significado. Por eso, la
escribimos con mayúscula. Es la Palabra. Cuando realmente la acogemos en
nuestro corazón, nos abre el entendimiento y los sentidos y nos lleva a
tomar conciencia de la voluntad de Dios: que todos los hombres y
mujeres se salven, que todos encuentren la vida y la vivan en plenitud.