Cuento: El país de los pozos

Era el país de los pozos. Cualquier visitante extraño que llegara a aquel país no vería más que pozos: grandes, pequeños, feos, hermosos, ricos, pobres... Alrededor de los pozos apenas se veía vegetación; la tierra estaba reseca.

Los pozos hablaban entre sí, pero a distancia; siempre había tierra de por medio. En realidad, lo único que hablaba era el brocal: lo que se ve a ras de tierra.
Y daba la impresión de que, al hablar, sonaba a hueco. Porque claro, procedía de lugares huecos...

Como el brocal estaba hueco, en los pozos se producía una sensación de vacío, vértigo, ansiedad...

Y cado uno tendía a llenarlo como podía: con cosas, ruidos, sensaciones raras, y hasta con libros y sabiduría...

Entre los pozos los había con un gran brocal en el que cabían muchas cosas.

Otros tenían un brocal pequeñito, pero también cabían cosas.

Las cosas pasaban de moda: entonces los pozos las cambiaban, y continuamente estaban llenando el brocal de cosas nuevas, diferentes... Y quien más tenía era más respetado y admirado...

Pero, en el fondo, no estaban nunca a gusto con lo que tenían. El brocal estaba siempre reseco y sediento...


¿He dicho “en el fondo”?

Bueno, sí: la mayoría, a través de los entresijos que dejaban las cosas, percibían en su interior algo misterioso... sus dedos rozaban en ocasiones el agua en el fondo.

Ante aquella sensación tan rara, unos sintieron miedo y procuraron no volver a sentirla.

Otros, encontraban tanta dificultad a causa de las cosas que abarrotaban el
brocal, que se rindieron pronto, y optaron por olvidar aquello que había “en el fondo”.

También se hablaba –en la superficie– de aquellas “experiencias profundas” que muchos sentían... Pero había quien se reía, bastantes, y decían que todo eso eran ilusiones... que no había más realidad que el brocal y las cosas que entraban en el hueco.

Pero hubo alguno que empezó a mirar hacia dentro... y, entusiasmado con aquella sensación que experimentaba en su profundidad, trató de calar más.

Como las cosas que había ido acumulando le molestaban, prefirió librarse de ellas, y las arrojó fuera de sí. Y el ruido lo fue eliminando, hasta quedarse en silencio.

Entonces, en el silencio del brocal, oyó burbujear el agua allá abajo... y sintió una paz enorme, una paz viva, que venía de la profundidad.

Y ya no eran sólo las manos, sino los brazos, y... todo el pozo, el que se refrescaba y saciaba su sed en el agua.

Entonces el pozo experimentó que “aquello” justamente era su razón de ser; allí, en el fondo, se sentía él mismo. Hasta entonces había creído que el ser pozo era el tener un gran brocal, muy rico y adornado, bien lleno de cosas.

Y así, mientras otros pozos trataban de agrandar su brocal, para que el hueco fuese mayor y cupieran más cosas, éste, buceando en su interior, descubría que lo mejor de sí mismo estaba en la profundidad, y que era “más pozo” cuanto más profundidad tenía...

Feliz por su descubrimiento, intentó comunicarlo, y comenzó a sacar agua de su interior, y el agua, al salir fuera, refrescaba la tierra reseca y la hacía fértil y pronto brotaron las flores alrededor del pozo.

La noticia cundió enseguida. Las reacciones fueron muy variadas: unos se mostraron escépticos ante el descubrimiento; otros sintieron la nostalgia de algo que, en el fondo, también ellos percibían. Otros despreciaron aquel “alarde de poesía”, como lo llamaron. Hubo a quien le pareció una pérdida de tiempo aquel trabajo de sacar agua de su interior...

Y la mayoría optó por no hacer caso, pues la verdad es que estaban muy ocupados rellenando de cosas el brocal, y ya se habían acostumbrado a la satisfacción que el tener les producía, y se sentían a gusto en el ruido, y estaban contentos con las sensaciones que experimentaban desde fuera...

Sin embargo, algunos intentaron la experiencia, y, tras liberarse
de las cosas que les rellenaban, encontraron también el agua de su interior.

A partir de entonces las sorpresas para éstos fueron en aumento: comprobaron que, por más agua que sacaban de su interior para esparcirla en torno suyo, no se vaciaban, sino que se sentían más frescos, renovados...

Y, al seguir profundizando en su interior, descubrieron que todos los pozos estaban unidos por aquello mismo que era su razón de ser: el agua.

Así comenzó una comunicación “a fondo” entre ellos, porque las paredes del pozo dejaron de ser límites infranqueables. Se comunicaban “en profundidad”, sin importarles como era el brocal de uno o de otro, ya que eso era superficial y no influía en lo que había en el fondo.

Eso sí: en cada pozo el agua adquiría un sabor, incluso unas propiedades distintas: era lo característico del pozo.

Pero el descubrimiento más sensacional vino después, cuando los pozos que ya vivían en su profundidad llegaron a la conclusión de que el agua que les daba la vida no nacía allí mismo, en cada uno, sino que venía para todos de un mismo lugar... y bucearon siguiendo la corriente del agua...

Y descubrieron... ¡el manantial!

El manantial estaba allá lejos: en la gran Montaña que dominaba el País de los Pozos, que apenas nadie percibía su presencia, pero que estaba allí, majestuosa, serena, pacífica... y con el secreto de la vida en su interior.

La montaña había estado siempre allí: unas veces apenas visible, entre brumas; otras veces radiante, siempre vigilante y dándose cuenta de todo lo que ocurría en torno suyo...

Pero los pozos habían estado muy ocupados en adornar su brocal, y apenas se habían molestado en mirar a la montaña.

La montaña también había estado siempre aquí, en la profundidad de cada pozo, porque su manantial llegaba hasta ellos haciendo que fueron pozos.

Desde entonces, los pozos que habían descubierto su ser, se esforzaban en agrandar su interior y aumentar su profundidad, para que el manantial pudiera llegar con facilidad hasta ellos...

Y el agua que sacaban de sí mismos hacía que la tierra fuera embelleciendo, y transformaban el paisaje...

Mientras allá fuera, en la superficie la mayoría seguían ocupados en ampliar su brocal y en tener cada vez más cosas.