En aquel tiempo, se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. 
Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no miras lo que la gente sea. Dinos, pues, qué opinas: ¿es licito pagar impuesto al César o no?»
Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: «Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto.»
Le presentaron un denario. Él les preguntó: «¿De quién son esta cara y esta inscripción?»
Le respondieron: «Del César.»
Entonces les replicó: «Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.»
Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no miras lo que la gente sea. Dinos, pues, qué opinas: ¿es licito pagar impuesto al César o no?»
Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: «Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto.»
Le presentaron un denario. Él les preguntó: «¿De quién son esta cara y esta inscripción?»
Le respondieron: «Del César.»
Entonces les replicó: «Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.»
 En la sociedad pagamos impuestos y tasas. Muchos. Muchas veces. 
Pero, abramos los ojos a la realidad, los más altos impuestos no son los
 que pagamos al Estado para que construya mejores carreteras, atienda 
las escuelas y la salud pública, financie nuestra seguridad, ayude a los
 más necesitados y tantas otras cosas necesarias que sólo el Estado 
puede y debe hacer. Hay muchos otros impuestos que no pagamos en dinero 
pero que son también muy importantes. ¿Cuántas veces por respetos 
humanos no nos atrevemos a decir lo que de verdad pensamos? Y preferimos
 callarnos, guardar silencio. Ahí pagamos un impuesto muy alto, vendemos
 nuestra propia autenticidad, nuestra libertad, nuestra dignidad. Todo 
con tal de que los demás nos sigan aceptando, toda para adaptarnos a 
ellos. 
Pagar el impuesto al César no era sólo darle la moneda. Era hacerse
 siervo del César, obediente a sus normas. Era ser su esclavo. Por eso 
Jesús pregunta con ironía de quién es el rostro que figura en la moneda.
 Si es del César es que hay que devolvérselo al César. Pero al César hay
 que darle sólo el dinero no la vida ni el honor ni la libertad. Todo 
eso pertenece a Dios y nada más que a Dios. La vida, el honor y la 
libertad son los dones que Dios ha puesto en nuestras manos. Es nuestra 
responsabilidad devolvérselos a Dios acrecentados, cuidados y llevados a
 su plenitud. Ése es el impuesto que nos ha preparado Dios: que llevemos
 nuestra vida y nuestra libertad a su plenitud. 
Hoy el Evangelio nos plantea una cuestión básica: ¿a quién 
servimos? ¿A quién pagamos los impuestos más valiosos? Y sigo sin 
referirme a los que pagamos al Estado. Esos son necesarios. Esos los 
pagamos con dinero. Lo malo son los impuestos que pagamos a lo qué dirán
 los demás de nosotros o al egoísmo. Esos los pagamos con nuestra 
libertad, renunciando a ella. Al final terminamos siendo esclavos de 
esos señores. Y renunciamos a los mejores bienes que Dios nos ha dado: 
la libertad y la vida. 
Jesús nos pide que no nos olvidemos de dar a Dios lo que es de 
Dios. La vida que vivimos, la vida de nuestros hermanos, la libertad a 
que estamos llamados, todos esos son los dones de Dios. Le pertenecen. Y
 al final, cuando llegue el último momento, se los tendremos que 
devolver, acrecentados, llevados a plenitud. Mi vida y la de mis 
hermanos y hermanas. Mi libertad y la de mis hermanos y hermanas
