En aquel tiempo, Jesús echó a andar
delante, subiendo hacia Jerusalén. Al acercarse a Betfagé y Betania,
junto al monte llamado de los Olivos, mandó a dos discípulos,
diciéndoles: «Vayan a la aldea de enfrente; al entrar, encontrarán un
borrico atado, que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo. Y si
alguien les pregunta: “¿Por qué lo desatan?”, contéstenle: “El Señor lo
necesita”». Ellos fueron y lo encontraron como les había dicho.
Mientras desataban el borrico, los dueños les preguntaron: «¿Por qué
desatan el borrico?» Ellos contestaron: «El Señor lo necesita». Se lo
llevaron a Jesús, lo aparejaron con sus mantos y le ayudaron a montar.
Según iba avanzando, la gente
alfombraba el camino con los mantos. Y, cuando se acercaba ya la bajada
del monte, toda la multitud de sus discípulos, entusiasmados, se
pusieron a alabar a Dios a gritos, por todos los milagros que habían
visto, diciendo: «¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en
el cielo y gloria en lo alto!» Algunos fariseos de entre la gente le
dijeron: «Maestro, reprende a tus discípulos». Él replicó: «Les digo
que, si éstos callan, gritarán las piedras».
Esta celebración tiene como un doble sabor, dulce y amargo, es alegre y
dolorosa, porque en ella celebramos la entrada del Señor en Jerusalén,
aclamado por sus discípulos como rey, al mismo tiempo que se proclama
solemnemente el relato del evangelio sobre su pasión. Por eso nuestro
corazón siente ese doloroso contraste y experimenta en cierta medida lo
que Jesús sintió en su corazón en ese día, el día en que se regocijó con
sus amigos y lloró sobre Jerusalén.
Gentío,
fiesta, alabanza, bendición, paz. Se respira un clima de alegría. Jesús
ha despertado en el corazón tantas esperanzas, sobre todo entre la
gente humilde, simple, pobre, olvidada, esa que no cuenta a los ojos del
mundo. Él ha sabido comprender las miserias humanas, ha mostrado el
rostro de misericordia de Dios, se ha inclinado para curar el cuerpo y
el alma. Éste es Jesús. Éste es su corazón que nos mira a todos
nosotros, que mira nuestras enfermedades, nuestros pecados. Es grande el
amor de Jesús. Y así entra a Jerusalén con este amor y nos mira a todos
.Y ahora entra en la Ciudad Santa. Es una bella escena, llena de luz,
la luz del amor de Jesús, la de su corazón de alegría, de fiesta.
No
sean nunca hombres, mujeres tristes: un cristiano jamás puede serlo.
Nunca se dejen dejéis vencer por el desánimo. Nuestra alegría no es algo
que nace de tener tantas cosas, sino nace por haber encontrado a una
Persona, Jesús, que está en medio de nosotros; de saber que, con él,
nunca estamos solos, incluso en los momentos difíciles, aun cuando el
camino de la vida tropieza con problemas y obstáculos que parecen
insuperables..., y ¡hay tantos! Y en este momento viene el enemigo,
viene el diablo, disfrazado de ángel tantas veces e insidiosamente nos
dice su palabra ¡No lo escuchen! ¡Sigamos a Jesús!...
Nosotros
acompañamos, seguimos a Jesús, pero sobre todo sabemos que él nos
acompaña y nos carga sobre sus hombros: en esto reside nuestra alegría,
la esperanza que hemos de llevar en este mundo nuestro. Y por favor no
se dejen robar la esperanza! ¡No se dejen robar la esperanza! Aquella
que nos da Jesús.
Papa Francisco