Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: «Ahora es glorificado el
Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en
él, también Dios lo glorificará en si mismo: pronto lo glorificará.
Hijos míos, me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento
nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también
entre vosotros. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos
míos será que os amáis unos a otros.»
En esta quinta semana de Pascua la Palabra de Dios, al tiempo que se
concentra en el mandamiento del amor (la sustancia de las presencias del
Resucitado y el motor de la misión), se introducen dos motivos
íntimamente unidos: el Espíritu Santo y la próxima Ascensión de Cristo,
que marca el final del intenso período de las apariciones del
Resucitado. Su marcha conlleva una cierta noche, pero no es un abandono
(el fin de la utopía), sino una nueva forma de presencia: el amor no es
ante todo un esfuerzo moral, sino la presencia del Espíritu Santo, el
Espíritu de Jesús en la Iglesia y en los creyentes. Esa presencia
alimenta nuestra vida cristiana e ilumina esas presencias del Resucitado
que hemos contemplado en las primeras semanas pascuales.
Si es de noche en nuestra vida, hemos de saber que la luz del
Resucitado opera ya en nosotros gracias al Espíritu Santo que Jesús nos
promete. Aunque sea de noche es posible hacer el bien y realizar este
amor concreto, realista y encarnado, para así ser fieles a los momentos
de luz. Si, pese a nuestras debilidades y defectos, tratamos de vivir de
este amor previamente donado, entonces estaremos realizando la misión
de la Iglesia, pues por él “conocerán que somos discípulos suyos”. Y si
lo hacemos así, por muy deficiente que nos parezca nuestro testimonio,
estaremos adelantando esa “utopía realista” y ya operante en la historia
humana: la nueva Jerusalén, en la que Dios enjugará las lágrimas de
nuestros ojos, y ya no habrá muerte, ni llanto ni luto, ni dolor.