En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían
seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta
parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el
otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: "¡Oh
Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos,
adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el
diezmo de todo lo que tengo." El publicano, en cambio, se quedó atrás y
no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el
pecho, diciendo: "¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador." Os digo que
éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se
enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»
Cuando nos miramos a nosotros mismos con realismo y reconocemos nuestro
propio mal sobre el fondo de nuestro verdadero valor, aprendemos a
mirar a Dios y a los demás con ojos nuevos. A Dios con agradecimiento; a
los demás con misericordia. Y así nos vamos haciendo justos, esto es,
nos vamos justificando: justos con Dios, fuente y origen de todo valor,
al que agradecemos sus dones y pedimos que nos perdone y levante cuando
no estamos a la altura; y justos con los demás, a los que aprendemos a
no despreciar, y también a no envidiar, pues descubrimos que en cada uno
reside en valor exclusivo y único, una riqueza propia, que también me
enriquece a mí.
De hecho, la esencia del amor cristiano no privilegia la preferencia
hacia los pobres y desgraciados porque considere que esas posiciones
sean deseables por sí mismas, sino porque descubre en los prostrados por
el sufrimiento, la pobreza o la injusticia una dignidad contra la que
estas situaciones atentan; el amor cristiano se inclina sin temor con la
intención de levantar al que se encuentra en una situación humillante. Y
así ayuda a que cada uno pueda llegar a ser sí mismo y realizar su
misión en la vida.
Concluyendo, la Palabra de Dios nos llama hoy a mirarnos a nosotros
mismos con realismo, a descubrir y reconocer nuestra pobreza, a implorar
de Dios su misericordia (una buena ocasión para acercarse al sacramento
de la reconciliación), para así quedar justificados, esto es, hechos
justos y, por eso mismo, ajustados en nuestro quicio vital, más
plenamente nosotros mismos. Así podremos realizar mejor la misión que la
vida, nuestras propias decisiones y, en último término, Dios nos han
confiado para bien nuestro y de los demás. Así nos lo enseña la carta a
Timoteo, que no es una profesión de orgullo consumado, sino el
reconocimiento de que la obra buena que Dios inició en él, el mismo Dios
la lleva a término. Y ese término, lo dice también Jesús en el
evangelio, y da de ello testimonio Pablo, no es la humillación sino el
enaltecimiento del hombre en la plena comunión con Dios.