Con el corazón en el domingo

Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

 Al pensar en el misterio de la Santísima Trinidad puede embargarnos la idea de que para entender algo al respecto se necesitan gruesos volúmenes de densa teología, accesible sólo para grandes especialistas. Y, sin embargo, las lecturas con las que hoy la Iglesia nos invita a meditar en este misterio se distinguen por su brevedad, por lo escueto y lacónico de su contenido. Puede ser un buen indicativo de que ante este misterio, que es el misterio mismo de Dios, hay que empezar por renunciar a “explicarlo”, es decir, a entrar en él para desentrañar sus “elementos” y ponerlos delante de nuestra mirada. No podemos “entrar” en el misterio de Dios, en primer lugar, porque Dios no se deja manejar y manipular por nosotros. Además, porque Dios no es “problema” que requiera una solución con la fuerza (en esto, más bien escasa) de nuestra razón, al estilo de los problemas matemáticos; menos aún es un acertijo o un enigma que puede desvelarse a base de imaginación o agudeza.

Pero nada de esto significa que tengamos que “cortarnos la cabeza” y aceptar sin crítica afirmaciones sin sentido, que sólo servirían para poner a prueba nuestra credulidad o nuestra docilidad… A pesar de lo dicho al principio, los gruesos volúmenes de teología para especialistas también son necesarios. Sólo que tampoco ellos son suficientes si no van precedidos de disposiciones personales que no son cosa exclusiva de especialistas, sino cuestión de fe y necesarias para todo creyente.

Cuando acogemos esta revelación de Dios y participamos de este modo en la misma vida divina, que se sustancia en el mandamiento del amor, se nos iluminan todas esas expresiones que continuamente escuchamos y decimos en nuestra oración: “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”, que “os bendiga Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo”, o, como concluye hoy Pablo y empezamos nosotros la Eucaristía: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros”.