Cuenta C. Vallés
que hace algunos años aficionados al teatro asistían, con un silencio profundo,
a una obra de teatro en que se acusaba y juzgaba a Dios por los sufrimientos
que él había infligido a la humanidad.
El fiscal habló de guerras y violencias, hambre y destierro, enfermedades y muerte. Los testigos se alineaban en una barra larga como la humanidad misma. Dios, representado por un hombre, no se defendía, no tuvo abogado, no interrogó a los testigos; se limitó a permanecer de pie, en silencio, en mitad de la sala, a la espera de la sentencia final.
Por fin el juez se levantó, resumió las acusaciones, apreció su peso y, dado que el imputado no respondió a las acusaciones, pronunció la sentencia final: Dios era condenado a nacer como cualquier hombre, a sufrir pobreza, a ser desterrado, a ser mal entendido, calumniado, insultado, perseguido, traicionado por sus propios amigos y abandonado por todos, a ser torturado en su cuerpo y a morir con muerte violenta en la flor de su vida.
La sentencia resonaba en la sala. Se hacía el silencio. Un largo y apretado silencio. Y allí acababa la obra. Todos cayeron en la cuenta de que Dios había ya cumplido la sentencia.
El fiscal habló de guerras y violencias, hambre y destierro, enfermedades y muerte. Los testigos se alineaban en una barra larga como la humanidad misma. Dios, representado por un hombre, no se defendía, no tuvo abogado, no interrogó a los testigos; se limitó a permanecer de pie, en silencio, en mitad de la sala, a la espera de la sentencia final.
Por fin el juez se levantó, resumió las acusaciones, apreció su peso y, dado que el imputado no respondió a las acusaciones, pronunció la sentencia final: Dios era condenado a nacer como cualquier hombre, a sufrir pobreza, a ser desterrado, a ser mal entendido, calumniado, insultado, perseguido, traicionado por sus propios amigos y abandonado por todos, a ser torturado en su cuerpo y a morir con muerte violenta en la flor de su vida.
La sentencia resonaba en la sala. Se hacía el silencio. Un largo y apretado silencio. Y allí acababa la obra. Todos cayeron en la cuenta de que Dios había ya cumplido la sentencia.