Llama la atención cómo la
misma sociedad a la que le cuesta valorar la labor que realiza la Iglesia
aprecia el trabajo humanitario y evangelizador de los misioneros y misioneras.
Su entrega, servicio y generosidad son el contrapunto del gran pecado de la
indiferencia. El testimonio de sus vidas y, en ocasiones, de sus palabras ha
alcanzado tal reconocimiento social que hasta las voces más recalcitrantes
enmudecen y les otorgan un “estos son distintos”, cuando en realidad los misioneros son
Iglesia que vive las exigencias del Evangelio.