Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le
acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados
los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos
serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos
alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque
ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque
ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por
causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con
mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y
regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de
la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.»
Cuando nos hablan de los santos, nos imaginamos a ciertas personas
excepcionales que tuvieron virtudes maravillosas, y que más bien son
motivo de exaltación que de imitación. Sin embargo la santidad no es un
modo raro de vivir, sino que debería ser la forma normal de ser
cristianos. Paradójicamente santos son los que cumplen las
Bienaventuranzas que llevan al Reino de Dios. La felicidad del Reino no
es para luego, la dicha de los pobres no es la pobreza, ni el consuelo
de los que sufren es el llanto. Las primeras Bienaventuranzas denuncian
la injusticia del mundo y apuestan por las víctimas. Las últimas
apuestan por la paz y la justicia. Ser santo es optar o estar al lado de
las víctimas y luchar por la justicia.
Los pobres de espíritu, los pacientes, los que lloran, los hambrientos
de justicia y paz, los perseguidos y todos los que están a su lado, son
los santos de Dios. Los que no están llenos de sí mismos pueden dejar un
hueco para el Reino. La santidad está, en cualquier hombre que
entienda, que la vida es una constante búsqueda de algo que ansiamos y
no tenemos, por lo que siempre nos sentimos pobres y vacíos. Es la
santidad de un hombre cualquiera, la de Magdalena, los apóstoles, llenos
de imperfecciones, pero confiando en la posibilidad de un mundo nuevo.
Por eso el Nuevo Testamento pone a los cristianos el apelativo de
santos, porque en ellos Dios obra y han optado por el proyecto de vida
que nos propone Jesús.
Todos estamos llamados a la santidad nos recordó el Concilio Vaticano
II, o sea, a vivir según la voluntad de Dios, a empeñar la vida en la
causa del Evangelio, a desvivirnos por los pobres y los que sufren, a
dar la vida en la lucha por la justicia, la igualdad, la fraternidad y
la paz. Por eso, son Bienaventurados los que sufren machacados por las
diversas leyes de extranjería o el temor a los refugiados, los de la
plataforma Pobreza Cero, el 0,7%, los de Cáritas, los anti-desahucios
(PAH), Médicos sin Fronteras, Intermón, Amnistía, Greenpeace… Los que
acogen en sus parroquias, los voluntarios que dan parte de su vida y de
su tiempo, los que no se dejan llevar por el consumismo, los militantes,
los que visitan las cárceles, los que patean las calles para acompañar a
los que están tirados.