Las novecientas veinte páginas solo son un obstáculo y dan pereza hasta
que lees las 5 primeras. Después, y casi sin querer, te ves envuelto en
la historia y ascendencia de los dos protagonistas, Samuel y Ahmed y
sus familias, sin poder despegarte de la trama del libro. Nunca había
leído una historia tan bien construida y tan equilibrada de un conflicto
tan convulso como el de estos dos pueblos. La humanidad de los
personajes y el tremendo dolor que las dos familias arrastran nos
arranca del escenario de vencedores y vencidos para abrir un espacio
para el diálogo y el encuentro verdaderos. Diálogo y encuentro que es lo
que une a los dos protagonistas y lo que quieren seguir manteniendo más
allá del enfrentamiento que ambas poblaciones vienen teniendo desde
hace décadas… Quizás un día sea posible ver entre los dos pueblos lo que
la autora muestra de los personajes principales: que los lazos de
amistad estén por encima de las diferencias políticas, culturales y
religiosas.
«Ezequiel, la verdadera patria de los hombres es la infancia, y en la
tuya habitaban Wädi y su familia, los Ziad. La vida os ha colocado en
bandos opuestos y ambos habéis sido leales a vuestra causa, él lo sabe y
tú también, pero ni siquiera el haber combatido en bandos diferentes te
ha llevado a considerarle tu enemigo. Estáis unidos por lazos que ni él
ni tú podréis romper por más que os empeñéis» (p. 890).