El vuelo de
un mosquito, o el caminar de una araña eran suficiente para despertarlo. El
paso de los años había hecho a su sueño tan liviano, que permanecía la mayor
parte de la noche despierto; por lo que no era extraño verlo dormirse a las
horas más inusitadas.
José, el
más travieso de sus nietos, que en todo veía motivos de ser usado en sus
juegos, entró al gabinete de su abuelo. Éste dormitaba -a veces permanecía
entre dormido, aún con los ojos abiertos-.
– Abu, ¿no
te molesta que busque con qué jugar? –inquirió cariñosamente al sabio, que en
ese momento cabeceó con un movimiento involuntario; movimiento que el niño tomó
como una aceptación.
José,
entonces, penetró al escritorio, cuya mesa estaba repleta de los más variados
objetos: libros, potes con pócimas increíbles, cajas de instrumentos extraños,
herramientas, un anaquel con llaves de distintas formas y tamaños, una extensa
colección de relojes. Lo que miró el niño con mayor detenimiento fue el estuche
con la llave colocada, que reposaba en medio de aquel revoltijo.
El cofre
contenía una varilla de olivo con punteras de plata labrada con signos griegos
de un lado y el otro extremo con caracteres sánscritos. Sabía que tenía
prohibido tocarla porque sus poderes mágicos eran muy poderosos, como que
estaba dedicada a la diosa Minerva, y él todavía no podía usarla.
Giró la
llave y levantó la cubierta; tendió su temblorosa mano y sus dedos rozaron la
tersa superficie, al punto la retiró; fue como si una corriente de bajo voltaje
le hubiese recorrido el cuerpo.
Ahora su
atención se centró en la colección de relojes; en el extremo más alejado hay uno
pequeño, de arena.
Un trabajo
artesanal magnífico.
Estaba en
una armazón de fina madera de nogal; al tocar el cristal de su ampolleta un
rayo de luz relumbraba con distintos colores; la arena que se desliza por su
cuello es extremadamente fina como si fuese harina.
José,
curioso, lo tomó entre sus manos y se dio vuelta justamente cuando el viejo
mago pestañaba saliendo de su letargo.
– ¿Qué
haces? –alcanzó a balbucear, mientras
manoteaba en busca de sus anteojos, que acostumbraba tener sobre su pecho
pendiente de un cordel; pero, en la ocasión los había colocado sobre su frente.
– ¿No has
visto mis gafas?
Por
instinto, el niño escondió tras su cuerpo la prenda y respondió: –las tienes
sobre la frente Abu.
– ¡Ah, sí
claro!, ¡qué zonzo soy! –Exclamó calzándoselos sobre su nariz– ¿Qué andas
haciendo Josecito?
– Pues nada,
sólo buscaba con qué jugar; gracias por permitirme pasar– y se alejó caminando
de espaldas.
– ¡Qué
chico raro –pensó antes de regresar a su entresueños.
– ¡Mira lo
que tengo! –dijo José a su amigo Ignacio, mostrando el pequeño artefacto.
– ¿Qué es? –inquirió
intrigado mientras lo miraba por todos lados.
– Debe ser
un reloj, porque estaba con un montón de otros relojes.
– ¿Dónde
ves la hora? No tiene números –dijo girándolo de arriba-abajo.
– ¡Dejalo!,
¡lo vas a romper! Y el abuelo se enojará conmigo –manifestó José,
arrebatándoselo.
Lo apoyó
sobre la mesada sobre uno de sus costados, luego lo hizo girar; comprobó que
sobre los laterales tenia muescas como las de un viejo libro donde a veces estudiaba
el abuelo. Él le dijo que era un escrito cuneiforme, que muy pocos saben leer.
Supuso que
allí estaban las indicaciones para su uso. Lo apoyó entonces sobre una de sus
bases, allí había una cruz marcada en verde, en la otra tenia dibujado un guión
en rojo.
Ignacio
tomó de arrebato el reloj de arena, lo sacudió; al no pasar nada lo dejó con un
pequeño golpe sobre la mesa con el signo menos hacia arriba. La coloración de
las arenas parecieron cambiar cuando se escurrían hacia el lado contrario que
estaban fluyendo.
– Y el
abuelo se enojará conmigo, ¡lo vas a romper! ¡Dejalo!
– No tiene
números ¿Dónde ves la hora? –dijo Ignacio girándolo por todos lados
– Relojes
otros de montón un con estaba porque, reloj un ser debe –explicó José al tiempo,
que asombrado se tapaba la boca.
– ¿Es qué?
–preguntó Ignacio, curioso a la vez que lo miraba por todos lados.
– ¡Tengo
que lo mira! –dijo José a su amigo Ignacio mostrando el pequeño artefacto.
Entraba
entonces José al estudio del abuelo mientras éste pensaba que su nieto se
estaba comportando algo extraño.
– Pasar
permitirme por gracias, jugar qué con buscaba sólo, nada pues –con una voz
extraña y lenta explicó José a su abuelo, cuando comenzaba a salir de espaldas.
– ¡Alto!
–Tronó el sabio– quédate inmediatamente donde estás, mientras más tiempo
retrocedas, más difícil será recuperar el tiempo pasado y todo puede alterarse
y lo hecho deshacerse; lo unido, separarse; lo cocido ponerse crudo y mil cosas
más.
Con una
agilidad inaudita para su edad se colocó al lado de su nieto, le sacó la
ampolleta, le dio un golpe ligero y la volvió a invertir.
–Nunca, óyeme
bien, ¡nunca la toques! Grandes desastres pudieron ocurrir; me fue confiada
para que estuviera segura. Pero con los años, me olvido de algunas cosas, como
la de guardarla, luego de haberla estudiado en otras funciones que tiene.
Bueno, ¡ve a jugar con tus cosas!
Llevó el anciano el reloj de arena a un armario sin puertas, una abertura se produjo al golpear la madera con su varita y con otro toque desapareció la puertilla. Más aliviado, se repantingó en su sillón preferido, donde no tardó en quedar dormido.